Sonó la campana y era la hora de que los niños saliesen del colegio. Como todos los días, yo ya estaba preparado con las llaves en la mano para abrir la verja principal. Allí fuera siempre estaba abarrotado. Había muchos padres esperando con ansia la hora de recoger a sus hijos y volver a casa, algunos de ellos incluso con el uniforme de trabajo: recién salidos de trabajar o ya preparados para comenzar el turno de tarde. Además, también había aparcado a la entrada un autobús para todos aquellos muchachos que vivían un poco más lejos. Me giré y vi como los chicos empezaron a salir en estampida.

Durante los próximos minutos aquello fue un caos. Chicos gritando. Padres hablando entre ellos. El conductor del autobús impaciente por salir mientras esperaba a que todos subiesen, ya que no quería dejar a nadie fuera. Poco a poco, aquello se fue despejando mientras los padres iban encontrando a sus respectivos muchachos en la multitud. Los grupos que se habían formado empezaban a disolverse lentamente. Como tenía que esperar a que la calle quedara libre de gente antes de cerrar y poder volver dentro a seguir con mis labores, esperé un rato más. Quince minutos allí de pie junto a la puerta ningún día me los quita nadie. Estaba deseando volver ya al interior del edificio: hoy uno de los extintores se había activado por “accidente” y aún me tocaba dar parte para que lo cambiasen. Eso por no hablar de reparaciones varias que tenía pensadas llevar a cabo por la tarde, como el pomo de la puerta de una de las clases que se había salido. En fin, mucho trabajo.

Había pasado un rato y el autobús ya se había marchado. No quedaba mucha gente en la puerta del colegio. Ya no había padres. Todos se habían ido, y los que iban llegando tarde no tardaban mucho en hacerlo. Es fácil encontrar a tu hijo cuando cuando apenas hay chicos y el tuyo es el macarrilla de dos metros con los pantalones cagados. Modas de jóvenes, supongo. Lentamente, allí de pie vi como quedaban tan solo dos grupos: dos chicas de tercero o cuarto y un grupo algo más numeroso pero bastante más ruidoso que claramente eran los mayores del último curso. Ni que decir cabe que mi amigo el de los pantalones por las rodillas con los bolsillos más cerca de los tobillos que de la cadera pertenecía a este último grupo.

Al poco, llegó un coche al que se subió una de las dos chiquillas saludando a su padre y despidiéndose de su amiga. La otra muchacha se quedó mirando como el coche se alejaba. Cuando ya no estaba a la vista, miró a su alrededor, casi como imaginando a alguno de sus padres aparecer en ese mismo momento por la esquina, pero nada. Por lo que la niña se descolgó la mochila de los hombros y se sentó en el suelo a esperar. Según pasaban los minutos más se fijaba en los coches que circulaban por la carretera frente al colegio. Pasaba uno y rápidamente levantaba la cabeza para tratar de reconocerlo sin éxito. No dejaba ni uno sin escudriñar, los miraba todos. De arriba a abajo y de delante a atrás, pero nada. Nadie venía por ella. El otro grupo de chavales se había marchado hace nada y la verdad, ya me estaba aburriendo de esperar, así que me acerqué:

—Hola, ¿y tus padres, sabes donde están? —le pregunté agachándome para ponerme a su altura y no asustarla.

—No, mi papá siempre me recoge cuando sale de trabajar, pero no ha venido todavía —me respondió.

—Vale, no pasa nada, vamos a esperar un ratito más a que venga tu padre y ya está. Por cierto, ¿cómo te llamas? —dije.

—María.

—¿Y de que trabaja tu padre, María?

—Mi papá vende casas.

—¡Anda, que bien! Bueno, María, no te preocupes, que seguro que ha pillado un atasco y en nada ya está aquí. Espera ahí un poco. Si no viene, entramos y le llamamos, ¿vale? —le dije a la niña mientras me alejaba unos pasos.

Cansado de esperar y asegurándome de estar lo bastante lejos metí la mano en el bolsillo para coger un paquete de cigarros. Lo abrí. Saqué uno, y mientras me lo ponía en la boca, acerqué el mechero con la otra mano. Lo encendí y le dí una fuerte calada. Miré al reloj. Llevaba casi dos horas sin fumar y ya lo estaba empezando a notar. No se quien tenía más ganas de irse a casa, si la niña o yo. Me lo fumé con ganas y cuando estuve a punto de acabarlo apareció un coche por la esquina. María se levantó de un salto cogiendo la mochila con una mano. Esperó unos segundos y echó a correr. No muy lejos de ella el coche paró, se abrió la puerta y María se subió de un salto. El coche arrancó y redujo la velocidad mientras bajaba la ventanilla. Desde dentro un hombre con camisa y corbata se agachó para verme mejor.

—¡Tú, gilipollas, no deberías fumar en la puerta de un colegio! —me bramó.

«Vaya huevos tiene este tío» pensé. No le respondí, por supuesto, pero sí que le hice un gesto con la mano del cigarro mientras le saludé con la cabeza. El tío me miró con cara de pocos amigos mientras arrancaba la marcha refunfuñando por lo bajo. Cuando el coche cruzó la esquina tiré el cigarrillo ya gastado, lo pisé. Cerré la verja y me marché dispuesto a cumplir con mis obligaciones del día.