Al fin sonó. Sonó aquel sonido sinónimo de recompensa que hace una buena lata cerveza al ser abierta tras un largo día. Dio un sorbo. Bien fría, como a Bill le gustaba. Por fin pudo sentarse en el sillón de su casa, si es que a ese piso triste y solitario se le podía llamar casa. Se encontraba cansado, harto de tener que trapichear y buscar chatarra en los contenedores de basura para poder buscarse la vida, apenas conseguía dinero, al menos, no lo suficiente.
Estiró el brazo para coger el mando de la televisión y le dio al botón de encender. Aquella era su rutina de los viernes por la noche, una cerveza y ponerse cualquier programa basura que le entretuviese lo suficiente hasta quedarse dormido, total, no tenía nada más que hacer, no tenía a nadie más. Pasó un par de canales hasta que encontró un programa de esos americanos sobre tipos con barriga, camisa de cuadros y gorra llevando un camión desde una punta de Texas hasta la otra. Fue suficiente para tenerle embobado durante los primeros veinte minutos. Al cabo de ese tiempo decidió que ya era hora de coger de aquello que llevaba todo el día esperando.
Se levantó y se acercó junto a la puerta a por su chaqueta, hurgó en uno de los bolsillos interiores y sacó una pequeña bolsita que contenía un polvo blanquecino. Bill empezó a salivar nada más pensar en lo que le esperaría aquella noche y su corazón se aceleró. No sabía muy bien como había sido capaz de esperarse todo el día con aquello en el bolsillo, lo había estado guardando para aquella ocasión. En el fondo se sentía culpable porque una parte de él quería dejarlo, no quería tener que volver a robar para conseguir aquello y desde luego no quería tener que volver a robar a ancianos por la calle, se prometió esa misma mañana que jamás lo volvería hacer. Aquella era la primera y última vez que se esperaba a que algún señor mayor despistado sacase su pensión del banco para conseguir dinero, pero cuando se le planteó la situación apenas pudo pensar, su cuerpo se movió solo. Llevaba tres días sin consumir y, joder, esa mierda le estaba matando por dentro. Simplemente lo hizo y no tenía sentido darle más vueltas.
Se sentó, tiró la bolsita sobre la mesa y se la quedó mirando unos segundos preguntándose que qué cojones estaba haciendo con su vida. Le dio igual, solo quería descansar y necesitaba aquello. Cogió una cucharilla que tenía sobre la mesa, abrió la bolsa con cuidado y echó un poco de aquel polvo sobre la cuchara. Antes de cerrar la bolsa decidió que aquella vez se merecía más porque tres días con mono no los aguanta cualquiera, y vació el contenido sobre la cuchara, aquello era todo lo que le quedaba. Más que suficiente para mandarle de viaje toda la noche. Con una mano sostuvo la cuchara lo mejor que pudo, mientras, con la otra, buscó un mechero y le dio fuego a la cuchara. Hizo lo mejor que pudo para calentar toda la superficie inferior de la cuchara por igual, pero le costaba un gran esfuerzo mantener el pulso, había notado que desde hacía unos meses no le dejaba de temblar la mano y tampoco podía hacer nada para evitarlo.
Aquel sólido mágico comenzó a volverse viscoso poco a poco. Bill siguió calentándolo hasta que finalmente acabó por fundirse apareciendo un líquido amarillento que a Bill se le hacía como el mismísimo néctar de los dioses, a la vez que su verdugo. Cuando terminó, posó la cuchara sobre la mesa y con movimientos nerviosos, casi espasmódicos, buscó la jeringuilla que tenía tirada por algún lugar del sofá. La encontró tras el cojín, la limpió un poco con la manga y se dispuso a cargarla con el más sumo cuidado que pudo tener en aquel momento. Debía ser rápido, asique una vez cargada la sostuvo delante de sus ojos un pequeño instante para asegurarse de que no tenía aire y llevó la punta afilada directamente a su brazo izquierdo.
Una oleada de calor recorrió todo su brazo, la intensidad aumentaba poco a poco mientras aquel fluido abandonaba la jeringa para adentrarse en su torrente sanguíneo. Increíble. Cuando Bill acabó de inyectárselo todo, más que apoyarse, se dejó caer en el sillón y simplemente cerró los ojos con los brazos extendidos abandonándose al éxtasis que le hizo sentir aquel chute repentino de adrenalina.
El viaje no duró mucho, ya que, de madrugada, el corazón de Bill dejó de latir. Insuficiencia respiratoria, una forma más sutil de decir que se ahogó con su propio vómito al quedarse dormido en la misma posición en la que se había echado en el sofá horas antes. Pero esto no se supo hasta un par de semanas después, cuando un par de agentes de policía irrumpió en su piso alertados por las quejas de unos vecinos sobre el mal olor que se filtraba por debajo de la puerta e iba impregnando todo el rellano de la escalera.
Ni a nadie le extraño ni a nadie le importó lo que le sucedió a aquel hombre, prueba de ello fue que los siguientes inquilinos de aquel piso jamás llegaron a escuchar nada acerca de esta historia. Si lo hubiesen hecho, quizás le habrían encontrado una explicación a por qué la televisión llevaba años encendiéndose sola los fines de semana de madrugada o a por qué aún se escuchaban unos pasos erráticos crujir sobre el parqué dirigiéndose a la puerta buscando un poco más de aquel polvo mágico en los bolsillos de su chaqueta para darse el último viaje y descansar al fin.