Había bajado a la lavandería de mi edificio, que se encontraba en el sótano, y estaba esperando a que terminase de lavarse la ropa. Me había llevado un libro para aprovechar el rato mientras allí esperaba. Una vez escuché en algún sitio que el ruido y el silencio no son tan diferentes. Estaba de acuerdo con aquella afirmación, solo era capaz de concentrarme en la lectura en el silencio más absoluto o con ruidos en los que no fuese capaz de distinguir ningún sonido. En aquella ciudad no había silencio a ninguna hora ni en ningún lugar, por lo que el ruido regular de la lavadora me relajaba y me ayudaba a concentrarme. Aquel lugar era perfecto para leer.
A la media hora, alguien entró a la lavandería. Era un hombre menudo, con gafas y bigote. Hacía malabares con un cesto lleno de ropa algo más grande que él.
—¡Hola, vecino! —saludó al entrar, procurando que ningún calcetín cayese al suelo.
Nunca había hablado con él, pero me sonaba mucho su cara. Vivía en el tercero o en el cuarto. Lo saludé y traté de continuar con la lectura. El hombre apoyó su cesto en la mesita que había a un lado de la sala. Al parecer, la mesa estaba coja de una pata, porque empezó a moverla tratando de buscar el punto perfecto donde todas las patas tocasen el suelo de manera simultánea, haciendo un ruido estridente por el camino. Desde que había llegado, tuve que releer el mismo párrafo tres veces. No conseguía enterarme de lo que estaba leyendo. Parece que se quedó a gusto, porque dejó de hacer ruidos y al fin pude volver a concentrarme.
—Vecino, tenemos un problema.
Solo había conseguido leer una hoja cuando aquel hombrecillo me volvió a desconcentrar. Le miré y me hizo un gesto hacia el suelo.
—El agua de la lavadora —dijo—. Se está saliendo.
Tenía razón, debajo de su lavadora apareció un charco.
—Pero ¿qué has hecho? —le pregunté.
—Nada —respondió—. Solo he metido la ropa al chisme y le he dado al botón.
“Lo que me faltaba”, pensé.
—No se preocupe, voy a buscar una fregona —dije a la vez que me marchaba.
Junto a lavandería se encontraba la sala de limpieza del edificio. Cogí el primer cubo y fregona que encontré. Al volver, el hombre había movido la lavadora y se encontraba agachado detrás.
—Mira, vecino, he encontrado de donde sale —dijo mientras toqueteaba uno de los tubos de la lavadora.
—Espere, deje eso, no vaya a ser que…
No me dio tiempo a terminar la frase. El hombrecillo tropezó y se quedó con el tubo en la mano, arrancándolo de la máquina. Estaba en el suelo perplejo viendo como el agua brotaba sin cesar.
—Rápido, la llave de paso —le dije a la vez que la señalaba—. Ciérrela.
—¿Qué? Ah, vale, la palanca esta —dijo refiriéndose la llave.
La agarró con la mano y giró. El agua paró, dejando el suelo de la lavandería encharcado. El hombrecillo miró a su alrededor:
—Madre mía, la que he liado.
—Le podría haber pasado a cualquiera —dije sabiendo que era mentira—. Tenga la fregona que voy a buscar otra.
Al regresar, tratamos de limpiar el desastre. Había un desagüe en el centro de la sala, que utilizamos para desalojar el agua. Con los calcetines mojados y una fregona en la mano, allí, en la esquina tirado, encontré el libro que estaba leyendo. Estaba empapado y abierto por el capítulo que había leído momentos antes. Cerré los ojos y respiré profundamente. Aquel día tampoco iba a ser capaz de encontrar tranquilidad para acabarlo.