Fernando estaba regresando a su casa. Era por la noche y acababa de salir del gimnasio. Se estaba preparando las oposiciones para ser bombero. Poder entrar en el cuerpo era su sueño. Desde pequeño le ha gustado ayudar a la gente y la idea de poder ganarse la vida de ello le fascinaba. Pasaba todo el día estudiando y aquel era el único momento que tenía libre para desconectar. Siempre había sido una persona deportista, pero en este caso, el gimnasio, también le servía para prepararse las pruebas físicas. Solo faltaba un mes para el examen de acceso y llevaba todo el año esforzandose mucho.

Caminaba por las calles de un barrio de Madrid y ya no había tiendas abiertas por las horas que eran. Tampoco había gente por la calle. Todavía le faltaban unos quince minutos para llegar a su casa, había recorrido ese trayecto cientos de veces y se conocía de memoria todos los detalles: los olores propios de las calles, los letreros y carteles de las tiendas, los portales y sus remates de hierro forjado e incluso a las personas que las solían frecuentar. No era un gran conversador, pero sí que observaba con detalle a todo al que se cruzaba.

Dobló la esquina donde se encontraba una lavandería y continuó caminado. Al final de la calle algo llamó su atención. Un hombre caminaba hacia él con un paso errático. Parecía drogado y llevaba gorro negro y unos guantes de lana rotos. Fernando jamás había le había visto. Aquel hombre continuó en la dirección que vino Fernando, se cruzaron y lo perdió de vista. “Qué persona tan rara”, pensó.

A los pocos segundos, Fernando escuchó un grito a sus espaldas. Se dio la vuelta y miró la calle vacía. “¿De dónde ha venido ese grito?”. No vio a nadie, pero al fijarse un poco más, descubrió que el grito procedía del local de la esquina, aquella lavandería, abierta a todas horas y siempre tan vacía. No dudó en salir disparado. Al llegar a la altura del escaparate se fijó en el interior. Las paredes estaban llenas de lavadoras, de esas mismas que funcionan con un par de monedas. Una de ellas cargada de ropa y funcionando. En el centro, había un par de secadoras, que servían a su vez como una especie de mesa improvisada, donde se apoyaba un cesto de ropa vacío. En una de las esquinas había un carro de tamaño industrial lleno hasta arriba de sábanas y ropa de cama con aspecto sucio y desgastado, posiblemente de alguno de los hoteles de por allí cerca. Fernando no pudo evitar fijarse en que aquel hombre, el mismo con el cual se había cruzado momentos antes, estaba allí, forcejeando con una mujer. Ella era la que estaba gritando.

—¡Ayuda! —gritó la mujer nuevamente.

Fernando no se lo pensó ni un segundo. Entró a la carrera al local.

—¡Eh, para, déjala! —dijo Fernando tratando de convencer al hombre del gorro.

Aquel hombre, al darse cuenta de que no iba a salirse con la suya echo la mano al bolsillo y sacó una navaja. Fernando en aquel momento no fue capaz de pensar, su cuerpo actuaba solo. Se abalanzó sobre el hombre y los tres cayeron al suelo. La navaja salió disparada fuera de su alcance y la mujer, aterrada como estaba, aprovechó la ocasión para refugiarse en una esquina. El hombre se levantó de manera torpe y buscó con la vista la navaja. No la encontró. Arremetió contra Fernando con todas sus fuerzas, pero este fue capaz de eludir la embestida.

—¡Para! —le rogó Fernando— No es necesario que hagas esto.

El hombre no respondió. Ante la imposibilidad de dialogar, Fernando ser preparó para recibir un nuevo golpe. El tipo del gorro corrió hacia él con los brazos en alto, preparándose para dar un puñetazo. En el último momento, Fernando lo empujó y desvió su camino, alejándole de él. El tipo no pudo frenar por la inercia de la carrera, perdió el equilibrio y resbaló. Su cabeza impactó contra una de las secadoras del centro de la sala con tal fuerza que dejó abollada la chapa de la máquina. El hombre cayó tieso al suelo, con el cuello girado en un ángulo extraño. A Fernando se le heló la sangre ante lo que acababa de ocurrir. La mujer, que había estado en una esquina viendo la escena todo el rato le miró con los ojos abiertos como platos:

—¡Lo has matado, voy a llamar a la policía! —dijo.

Fernando asustado y paralizado ante la situación no supo cómo reaccionar. Le podían meter a la cárcel por aquello. En el mejor de los casos no le ocurriría nada, por ser un homicidio en defensa propia, pero es posible que le condenasen por homicidio involuntario. Acababa de estudiar todo aquello para sus oposiciones y aunque la información no le llegaba a la mente con claridad en aquella situación, tenía claro que con antecedentes lo tendía muy complicado para ser admitido en el cuerpo de bomberos. “Mierda”.

—Espera, no llames todavía. —respondió Fernando— Necesito pensar.

La mujer le miró sorprendida, pero no hizo ademán de sacar el teléfono. Miró al tipo del gorro. Había quedado tumbado boca abajo y no se movía. Fernando se acercó al cuerpo y trató de tomarle el pulso. Nada, estaba muerto.

—Las cámaras, ¿hay cámaras? —preguntó Fernando.

Si todo se había grabado, en las grabaciones podría verse lo ocurrido y para él sería más fácil defenderse.

—No, no veo ninguna. —respondió la mujer buscando en el techo con la mirada.

Fernando no sabía que hacer, lo correcto era llamar a la policía, pero su cuerpo le pedía salir pitando de allí para que cuando la policía encontrase el cuerpo nadie pudiese relacionarle con lo que había ocurrido. Pero no podía huir, ella le había visto. La única salida posible estaba clara, tenía que deshacerse del cuerpo, y ella le tenía que ayudar.

—¿Estás bien? —le preguntó Fernando a la mujer.

—Sí. No sé qué me habría pasado de no haber sido por ti. El tío entró mientras estaba lavando la ropa y me atacó.

—Menos mal. No podemos llamar a la policía. Estoy estudiando unas oposiciones y no puedo tener antecedentes —dijo señalando al cuerpo.

La mujer el miró entrecerrando los ojos y le dijo:

—¿Y qué sugieres que hagamos?

—Deshacernos del cuerpo y marcharnos. —dijo Fernando.

La idea no le gustaba, pero no quería jugársela y para ello tendría que convencerla. Por la cara que puso, no se la veía muy convencida.

—Estás loco, ¿cómo vamos a hacerlo? Voy a llamar a la policía —respondió la mujer sacándose el móvil del bolsillo.

—Para, nos vas a meter en un lío.

—¿Perdona? Yo no he hecho nada. Has sido tú el que lo ha matado.

—Ha sido por ayudarte, estabas pidiendo ayuda y no quiero echar mi vida a perder por haberte ayudado. Lo ocultamos y nos iremos como si no hubiese pasado nada. Me debes eso al menos —rogó Fernando tratando de sonar convincente.

La mujer dudó unos instantes.

—No nos ha grabado ninguna cámara y la calle está desierta, nadie nos ha visto entrar aquí. Eso quiere decir que tampoco nadie le ha visto entrar a él —dijo señalando al hombre del gorro negro, que seguía sin dar señales de vida—. Ven ayúdame a moverlo para que no se vea desde la calle.

Fernando se acercó al tipo y le levantó una de las piernas dejando la otra para que la mujer le ayudase. Ella se levantó y agarró la otra pierna. Ambos tiraron y movieron el cuerpo detrás de una de las secadoras del centro colocándolo de tal modo que no fuese visible desde la calle.

—¿Qué hacemos con él ahora? —preguntó la mujer.

Fernando dudó unos instantes y miró a su alrededor buscando alguna solución.

—Ya lo tengo, vamos a meterle en el contenedor —dijo señalando cesto de tamaño industrial lleno de sábanas sucias y ropa de cama desgastada que se encontraba en la esquina—. Entre los dos podemos subirlo. Lo tapamos bien y listo. No creo que nadie venga a por estas sábanas hoy y para cuando lo encuentren estaremos ya en casa.

—Vale, deberíamos mirar que no pase nadie por la calle, podrían vernos.

—Me parece buena idea —se alegró al verla cooperar.

Fernando se acercó a la puerta y miró en ambas direcciones. A la luz de las farolas pudo ver un señor caminando hacia su dirección.

—Viene alguien.

—¡Oh, no! ¿Y qué hacemos? —preguntó ella.

—Esperar. Fingiremos que no ha ocurrido nada hasta que se vaya —se le ocurrió a Fernando.

Los dos se apoyaron sobre una de las secadoras y miraron concentrados a la única lavadora en funcionamiento. La de ella. No tenía calor, pero Fernando notó como una gota de sudor le recorría la frente: la espera le estaba matando. A los pocos minutos, el señor llegó a la altura de la lavandería y pudieron verle claramente a través del escaparate. Fernando se quedó mirando la lavadora para no mirar a ningún otro sitio. Aquel señor no se fijó en ellos, continuó caminando y al poco le perdieron.

—Creo que ya se ha ido —dijo Fernando—. Voy a mirar.

Fernando no había estado más nervioso en su vida. Se acercó a la entrada y se asomó.

—No veo a nadie, ya no está. Ahora es el momento, ayúdame a subirlo.

Fernando y la mujer se acercaron al cuerpo, lo levantaron hasta la altura del contenedor y lo lanzaron dentro. Ella se aseguró de taparlo bien con las sábanas para que no se viese mientras Fernando empujaba las piernas al interior.

—¿Estás seguro de que no sabrán que hemos sido nosotros? —dijo la mujer.

—No estoy seguro, pero no se me ocurre otra cosa…

Sonó un pitido. Fernando se sobresaltó y miró en todas direcciones. Tardó unos instantes en darse cuenta la procedencia del sonido. Era la lavadora que hasta hace unos segundos estaba a pleno funcionamiento, ahora estaba parándose. La mujer se acercó y la abrió.

—Parece que ha acabado.

—Podemos irnos ya. Cada uno por su lado y si te he visto no me acuerdo. —dijo Fernando.

La mujer asintió, recogió la ropa y se dirigió con Fernando hacia la salida. Sin intercambiar palabra se miraron una última vez y cada uno se marchó en una dirección diferente.

Fernando continuó caminando, pensando en todas las cosas que podían salir mal si alguien lo descubría, pero también estaba seguro de haber hecho lo correcto. Sabía que no podía ignorar la situación. Antes de darse cuenta ya casi había llegado, su casa estaba a una calle. Al cruzar la esquina y entrar a su portal, Fernando al fin pudo respirar. Lo que esa noche había ocurrido ya no era su problema.